martes, 16 de septiembre de 2008

Damián Galateo


De cómo y por qué Lucio perdió la fe.


“Aquellos que se niegan a creer están negando la verdad”
Extracto de una Sura del Corán.


Cerró la canilla haciendo fuerza con las dos manos, una fuerza innecesaria, sólo por el gusto empalagoso a la pantomima del recuerdo. Cerrar así, con esa adjetivación, era una manera propia de ella. En la ventana, que da al pulmón del edificio, vio reflejada, como fundido cinematográfico, la cara de Fenélope. La nariz puntana, puntillosa y cristalizada de su señora. Por enésima vez en el día volvía el recuerdo de la piel extremadamente blanca de su amada Fenélope. Quiso llorar pero su hijo, Nicolás, comenzó a gritar despertado de una horrible pesadilla. Corrió ciego su padre, atravesó el comedor del edificio, el mismo que hacía dos años habían decorado con su mujer, la biblioteca a la derecha, el cuadro de la abuela a la izquierda, sería bueno comprar un sillón más cómodo. Corrió y desanudo el tiempo, el ya No que se había impuesto en toda la casa. Arrodillado en la alfombra, con las manos apoyadas sobre el borde de la cama, abrazó al niño, frenando la agitación de sus pequeños brazos puntiagudos parecidos a las piernas de una bailarina precoz. “Tranquilo, por favor Nicolás, tranquilo”. Lo dijo licuando los tonos de su voz, duro y amoroso al mismo tiempo; es que desde hacia dos meses venía Lucio inyectando un discurso de fortaleza para afrontar la perdida. Inútil, es cierto, Lucio lo sabía así. Lo agarró en sus brazos, le hubiese gustado que fuera una pesadilla, como las de antes, esas que junto a Fenélope bien supieron aniquilar. Era imposible. Lo abrazó fuerte, más fuerte, como quién agarra a un pequeño cachorro y quiere aplastarlo de tan tierno pelaje, de tanta acogida congoja. Se asustó de su reacción y fue aflojando la prensa que formaban sus brazos alrededor del costillar flacucho de Nicolás.
Lo extendió en la cama, tiró la frazada y las sábanas al suelo dejando al niño acurrucado con su cuerpecito semidesnudo al amparo de un calzoncillo diminuto y gris. Estiró en el aire la sábana blanca que al juntarse con el viento se infló, planeando cual aeroplano, hasta tocar suave el cuerpo del niño, tapándolo por completo. Repitió el mismo procedimiento, aunque con mayor peso, con la frazada. De recompensa Lucio obtuvo un gesto, una pequeña mueca, cuasi una sonrisa que cortaba la cara de Nicolás. La sonrisa del niño, de nuevo el acto conocido, aquello que tranquiliza la vida.
Apagó las luces y fue hacia a la cocina. Desganado, agarró el libro que estaba sobre el sillón y se dejo caer. La luz de una lámpara de pie cortaba a la mitad los adornos de elefantes apoyados en el modular, el más pequeño de los elefantes tenía un dólar atrapado en su trompa. Detrás de la pequeña manada de cerámica, oscurecida, se encontraba una foto de Fenélope bajando una escalera gigante y saludando con la mirada fija al centro del objetivo. Sin duda alguna, era esa la foto favorita de Lucio y si la hubiese visto en ese momento, no hubiese libro que pudiera sacarlo de un estado casi hipnótico observando la cara que tanto había amado y ahora, injustamente hay que decirlo, ya nunca más volvería a ver. Por suerte, Lucio ya estaba comprometido con su lectura, por suerte o por mala suerte, eso nunca se sabe.


A la mañana siguiente, Nicolás se despertó pateando la frazada y de un salto grillo se puso de pie corriendo hacia el comedor, sólo se detuvo cuando vio en el sillón a su padre durmiendo con un libro a su lado. Se tiró al piso y, viborita de por medio, fue arrastrando su pecho por la alfombra hasta llegar al libro, mintiendo su posición, previo sacar de lengua rápido como cascabel hambrienta, agarró el libro que yacía abierto en el centro y boca abajo, como esclavo agotado, miró la tapa e intentó repetir el nombre que había en letras grandes y blancas. Loveclaf, Loverclaf, Lovercraft… volteó la cabeza a su izquierda y por el extremo del pantalón corto del padre pudo ver como una punta arrugada del pene de Lucio se escapaba, pensó en un sapo disecado que fisgoneó, al pasar, en un curso de sexto grado. Se tapó la boca con su mano izquierda para no reír, en la mano derecha sostenía el libro de Lovercraf con aptitud de acróbata callejero.
La heladera abierta. Nicolás tomaba chocolate con leche, dibujado en sus labios unos bigotes negros brillantes. Agarró una cuchara y comenzó a comer las pequeñas islas que se armaban en el lago de leche. Al morder una isla, que extrañamente permanecía uniforme en su estructura, sintió una cáscara similar a una pasa de uvas aunque un poco más dura. Introdujo su mano en su boca con cierto placer arqueológico y al sacar el manchón de chocolate se encontró con unas patitas diminutas. Tardó dos segundos sin saber que hacer, hasta que gritó de espanto. Lucio se levantó de un golpe, mitad por el grito de Nicolás mitad porque en su sueño un sapo gigante le hablaba en un extraño idioma horizontal. Lucio, pasó por detrás de su hijo y cerró de un manotazo la heladera, llevándose consigo una pequeña luz intermitente que goteaba, en su micro lámpara, por el descongelamiento lento de unas supremas frisadas en sospechoso estado.
Casi un esqueleto, le pareció a Lucio, su hijo que se peinaba con perfección frente al espejo. Su cara de niño era igual a la de Fenélope, mismos ojos, piel blanca y suave, idéntico recorrido labial con sus dos cascadas en el centro de la boca. Le dio unas ganas irresistibles de decirle mi pequeña Fenélope pero le pareció una exageración de mal gusto. En cambio le advirtió a Nicolás que llegaría tarde al colegio. El niño, ágil como pajarito de plaza que roba el pan a grupete de palomas, ya estaba listo. Lucio lo acompañó hasta la puerta de la casa. Ya no bajaba con él por el ascensor, en un claro gesto de fraternal madurez. Una vez llegado a la puerta del edificio, Nicolás, subiría al micro y en un viaje interminable llegaría a su escuela, la de siempre, esa que ahora le quedaba tan lejana.
Luego de la muerte de Fenélope, Lucio y Nicolás dejaron su casa en los suburbios de Buenos Aires para mudarse a un edificio del centro, antigua propiedad de la familia. Las razones de la mudanza habían parecido obvias, aunque cada tanto, durante esos tres meses, ambos se preguntaron el por qué.
Lucio volvió al sillón, el instituto en donde enseñaba botánica estaba cerrado por desinfectación. El libro parado sobre la alfombra fue agarrado por las tenazas de sus manos largas y puntiagudas. No lo leyó, lo apoyó sobre su cara, como una vieja que usa anteojeras para lograr una oscuridad absoluta. Durmió.
Oscuro de luna. Tenue brillo, allá, a lo lejos, de fondo un bosque nace. Dos puntos se unen, las líneas crecen hacia el centro, la perspectiva se centraliza, luego se vuelve difusa, falsa. Orillas de un lago, humo que crece como si dentro del lago viviese una locomotora a carbón. Cae rocío en un cuerpo extraño. El cuerpo avanza, es él, el propio Lucio que toma una forma animada, las paredes crecen con velocidad. Un cuarto cerrado, la puerta se cierra, el ojo derecho de Lucio mira con su pupila dilatada por la mirilla de la cerradura, cree oír algo, algo que no puede descifrar, cree oír Los Profundos. Un sapo danza en un escenario oscuro, una luz amarilla sigue sus movimientos saltarines, se para el sapo. Verde, Verdugoso hasta llegar al gris luego puro blanco y más blanco, grumo, ojo de pez.

Nicolás subió con su guardapolvo blanco, saludó al chofer y a la hija del chofer, su compañera de grado: feita Matilde. Pasó al fondo, dejando dos filas de asientos vacíos, sabía que dentro de veinte minutos se llenaría de niños hablando de lo bien que lo habían pasado el fin de semana y él no tendría mucho que contar, no mucho más que su recuerdo y ya se había cansado de hacerlo, además no era tonto, sabía que los chicos se burlaban porque él, en su deseo por hacer de su fin de semana el más especial de todos, contaba que su madre había vuelto a su casa y junto a su padre habían salido por unos helados de quinotos al whisky y chocolate al run, bañados en gruesa capa de chocolate. Los odiaba, realmente los odiaba, se mordía las cutículas de los dedos por la impotencia y las ganas de clavarles (en especial a David su ex mejor amigo) estrellas ninja que él mismo venía confeccionando bajo el máximo silencio. Pero aún faltaba bastante para que suban y la combi agarraba Lugones derecho hasta General Paz. Feita estaba enojada, se le nota en su cara, de culo y ni una sola palabra cruzaba con su padre. Según parece, Mónica, su hermana mayor, le había arrojado por el balcón sus muñecas favoritas, lesionando a una de ellas justo horas antes del convenido matrimonio con un musculoso guerrero. Se notaba que era un volcán en erupción, estaba aceitando motores, era una cotorra Feita, no se bancaba estar callada. Un, dos, tres, contaba Nicolás, que ya canchero en las discusiones cotidianas de la familia los Combinati, cinco, erupción: “Nunca la retan, a esa Momia nunca la retan, si es retrasadita no es mi culpa”. El chofer giró su cabeza, no soportaba que denigren a su sangre, su sangre no tiene nada de malo y le pegó un soberano cachetazo. En ese mismo instante la maniobra en falso de un Fiat 504 dio contra la parte trasera de la combi, el conductor se asustó, la dirección se desestabilizó, las ruedas giraron en falso. Inoportuna acción del chofer: usó el freno de mano, se clavó la combi en medio de la Lugónes, dos autos le pasaron rozando, detrás un camión con acoplado le dio de lleno y despegó su carrocería del cemento girando en el aire, una, dos, tres veces. Feita Matilde salió despedida, no se supo bien por donde, pero se encontró tirada sobre el pasto rancio que crece en el viejo asfalto de la avenida, con una soberana y marcada cachetada en su cara. El conductor tenía la cabeza descolocada como un pollo pisado por botas tejanas. Nicolás, con sus ojos entreabiertos, enganchado en el cinturón de seguridad y un ramo de sangre corriendo por su guardapolvo blanco. Hubo silencio. Los ruidos crecieron, la gente corrió aunque sólo algunos se bajaron de sus autos. Alguien gritó: “Está vivo, éste chico está vivo!

Lucio no lo podía creer, entró al hospital sin creerlo, no entendía cómo, no se lo podía explicar. Buscó la sala de terapia intensiva y no podía mirar, no quiso. Nicolás acostado en la cama con miles de ondas circulando por doquier, estaba ahí, tan cierto, tan real como una foto, real como la enfermera que se acercó y estúpida, como ella sola, le dijo: señor no puede estar acá.
Cómo vuelve un padre a su casa en busca de ropa, luego que un medico le ha dicho que su hijo no sale de su estado vegetativo, y acaso cómo elige la ropa que va a ponerse, qué combinación es posible para un padre al cual en menos de cuatro meses le han arrebatado su esposa y su hijo, y mucho peor aún, en qué piensa un padre cuando le es dado por desgracia la elección entre el estado vegetativo o la muerte definitiva de su pequeño niño de 12 años.


El sol pegaba esa mañana con una fuerza inusual sobre el edificio, como si esos rayos calóricos y energéticos fueran una respuesta a tanta muerte. Sediento y apurado, se levantó. Agarró un vaso. Algo estaba pasando, el agua era más pura y cristalina que nunca. Algo, además de todo el dolor, estaba pasado en el edificio de Lucio, en el interior de su cuarto, en ese colchón de cuerpo que tenia para reposar sus dolores. En su mente algo estaba pasando. Tomó, como en un acto católico, conciencia sobre la totalidad de su espíritu, cuerpo y mente. Volvió a dormirse hasta la noche. Mientras la lluvia que se había precipitado, monstruosa y deforme, salpicando las ventanas del edificio, parecía buscar un lugar por el cual entrar y bañar de agua a todos los habitantes.
Los caminos de las ideas son extraños, se van entrelazando, a veces sin sentidos aparentes, se van uniendo y es innegable la relación del hombre con la naturaleza. En la cabeza de Lucio se fue armando la idea de una forma similar a cuando armaba carritos de competencia para deslizarse por la General Paz. Primero los rulemanes, luego la madera, así, de manera sencilla, iba, en su cabeza, uniendo sus pensamientos.
Atravesado por el dolor, la idea no podía concebir otra meta que la de dar vida a su hijo muerto, aunque antes debería atravesar el averno. Buscó en uno de los placares una maleta guardada de sus años de viajante incansable, de esas grandes y marrones que ya no se usan. Le colocó adentro una frazada como solía hacer en su casa cuando le tocaba trasladar al perro de turno al veterinario; todo se envuelve en frazadas, fue una de las enseñanzas de su madre. Se puso jeans, camisa, remera blanca y sobretodo, salió hacia el hospital. Hacía dos días que dormía. Nicolás lo esperaba con los brazos extendidos, hacia abajo, con los ojos cerrados, con todo su cuerpo pequeño y casi desnutrido ocupando una porción muy pequeña de la cama. En el camino, Lucio ya había repetido centenares de veces una especie de mantra enfermizo: “Mi niño va a vivir hasta los 90 años, morirá en una cama pero de viejo. Mi niño va a morir a los 90 años, morirá en una cama pero de viejo.”
Entrar al hospital a esa hora fue sencillo, los de seguridad lo reconocían, ya se habían acostumbrado a su presencia alargada y taciturna. La valija que llevaba no llamó la atención. Entró a la habitación, se movió certero y sin apuro, tenía todo calculado al igual que los mejores improvisadores. Se había convertido en un mecanismo sin conciencia y sin error.
El cuerpo del niño se dobló en las manos de Lucio como un bandoneón. Encastro justo. Salió del hospital, dejando atrás el sonido monocorde de los que están apunto de hundirse. No era el caso de su niño. Tomó un taxi, sin preguntas. La noche caí como todas las cosas. Llegó a la costanera. Se desembarazo del taxista y sus preocupaciones nacionales. Ahora estaba en camino al lugar indicado. Era el momento de poner en práctica su lectura. Ya la luna iluminaba la historia más hermosa del mundo: es qué acaso hay algo más hermoso que un padre tratando de llevar acabo la reencarnación de su hijo. Lucio había estudiado la obra completa de Lovercraf y había llegado al entendimiento necesario para comprender que si uno arroja en unas determinadas aguas, aguas infectadas de renacuajos y podredumbre, el cuerpo de un muerto, ese cuerpo, ni bien llegada la mañana, debía renacer. O eso era lo que Lucio entendía, salvando los efectos colaterales que, a esa altura, muy poco le importaban al padre de la criatura. Además, si lo habían logrado en las valles norteamericanos por qué no acá. Las aguas se parecen, y no debe a ver en el mundo agua más podrida que el Riachuelo (dicho por el mismísimo tachero que lo condujo a la costanera) Sin pensar en todo esto, Lucio desenrolló de la valija a Nicolás. Lo elevó con sus manos hasta lo más alto que pudo, en señal de ofrenda, y dejó que su niño caiga en las oscuras aguas. La luz de la pálida luna se le pareció bastante a la de su Fenélope.

Esperó.

Esperó.
Al llegar el alba, algunos deportistas aparecieron cruzando, a trote lento, por los cuerpos de los pocos borrachos que como helechos habitaban esa zona. La vida misma comenzaba. Ya era hora. Por fin el padre se iba a reencontrar con el hijo. Después vendría su mujer. Iría al cementerio y recuperaría a su Fenélope. La familia unida nuevamente, se mudaría a su casa en provincia y no le importaría si alguna que otra noche debía matar para darles de comer. Está bien, era un costo necesario si se quería mantener una familia.
Lucio asomó la cara, despegando sus piernas del suelo, su panza apoyada en la columna de la costanera. Debajo, entre los matorrales y algunos sapos circundantes, Nicolás descansaba. No había señal de vida. Desesperado, Lucio se tiró de boca al agua, al caer sintió la dureza del suelo. Sacudió a su hijo, lo zarandeó como el viento a un molino, pero nada. Se subió encima del niño y empezó a propinarle una intensa zunda de cachetazos, acompañados de algún que otro grito de desesperación. Los golpes deformaban la cara del niño pero no lo devolvían a la vida, y menos que menos, las palabras.


Ya la policía llegaba lenta y orgullosa al convite. La gente se hacia eco de cosas que nunca habían escuchado. Lucio no tuvo intención de explicar absolutamente nada, ni fugarse, ni mucho menos suicidarse, ya que para eso necesitaba muchísima esperanza.

Hoy en día, Lucio vive en su casa de Provincia de Buenos Aires. Solo.
Sin esposa, ni hijo. Y sin ningún libro.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

es como una pelicula de terror clase b.
la coment.

Anónimo dijo...

es como una pelicula de terror clase b.
la coment.

Unknown dijo...

Realmente excelente.

Anónimo dijo...

mmm... me gusto mucho